sábado, 20 de septiembre de 2014

Miki: escena primera



MIKI: ESCENA PRIMERA

AÑOS SETENTA DEL SIGLO PASADO

Una delgadez romántica se encuadraba dentro de un cuerpo longilíneo propio de un personaje civil de El Greco. Su rostro se componía de los elementos propios de un místico urbano. La cara,  enmarcada por una melena fina y lacia que él se recogía detrás de las orejas cada vez que dilataba una respuesta a un interlocutor incómodo, se precipitaba en unos ojos de fuego cuando la vida se le encaraba con su vaivén de realidad.  Con el paso del tiempo había permitido que, desde el mentón,  le surcaran unos  hilos  pilosos  que  nunca tuvieron la acepción de barba y que sombreaban su piel un tanto cetrina.  Todos sus miembros afirmaban la voluntad de longitud y finura propia de su altura, coagulándose  en unas manos maravillosas por su expresiva gestualidad que le dotaban de una puesta en escena subyugante.

La instantánea que mejor le podría representar en esos años, estaría condensada en una mesa de mármol con un café con leche prácticamente consumido y con restos derramados cuidadosamente sobre una servilleta con el logotipo del local, que bien podría ser el Buffet Italiano.  Estas  manchas facilitarían  a  sus  bolígrafos  el esbozo inicial de una nueva cara de muchacha en flor. Quizás, algo apartado, descansaría un cuaderno de espiral, fechado en su portada, que contendría el dibujeo de las últimas semanas y descubriría por debajo una edición fatigada del Zibaldone de Leopardi
     
Las miradas fugaces de los gotosos camareros hacia ese habitual del local, que a duras penas encargaría dos tazas de café a lo largo de la mañana, desprenderían el encono que ese ocio desafiante del personaje les producía. Consumida la mañana, también a él, le llegaba la hora en que tendría que saldar sus cuentas con la realidad exterior y dar por concluido su trabajo en esa oficina tan particular. 

Lentamente enfilaría la calle de El Príncipe para dejarse caer hacia el barrio de la manolería donde un plato de cuchara le estaría esperando en un quinto sin ascensor, permitiéndole encarar la atardecida con todos los deberes sociales hechos.

Con la solana estival todavía recalentando el techo de su habitación, se dejaría caer por Caravaca hasta apurar Ave María con Santa Isabel, echándose al coleto el primer café de la noche en  el tabuco medianero con el  Cine Doré. Miraría con curiosidad el cartelón anunciando el  programa doble de la semana con el que a veces se permitía detener el tiempo, valorando si el papel estelar de Sarita Montiel en Yuma le proporcionaría ese remanso de paz en que lamerse las heridas de algún rifirrafe familiar. Una  vez  descartada la promesa de las carnes turgentes de la diva, decidiría el programa nocturno haciendo el flanêur por su zona habitual.

Acaso alguien le reconocería en la puerta de El Ateneo y lo  seduciría para unos vinos que empezarían en Santa Ana y acabarían en unos churros con chocolate en La India de Montera, ya madrugada la noche. En esa última parada y rodeado  de  habituales,  acallaría  la  cháchara del  local con el recitado de algunos versos de su querido César Vallejo,  produciendo el silencio inmediato en  las  mesas circundantes para, ya  sin  pausa,  enlazar con los poemas  que durante la siesta de esa tarde se le habían revelado.

Pasadas las tres de la madrugada el sereno venido de los prados asturianos haría sonar su chuzo en el umbral del café, propiciando la salida de todos esos parroquianos  renuentes a concluir la velada.

Alguna sombra, que en el mejor de los casos viviría por el Portillo de Embajadores, se le colgaría del brazo y le encaminaría  hacia los barrios bajos,  caminando sobre el adoquinado,  aún mojado, y la mirada de los barrenderos soñolentos que despachaban su penúltimo pito.

No sin dificultad alcanzaría la oscuridad de su cuarto con el plato de tortilla con pimientos que siempre le esperaba en la cocina,  produciéndole una reconciliación instantánea con su entorno familiar. Todo ello haría posible dedicarle unas horas a ese óleo que se le resistía desde hacía varias semanas. 

Ya amarneciendo, las primeras luces iluminarían la figura  del poeta pintor, reclinado en su cama en la misma posición en que se encontró a Thomas Chatterton un día del mes de agosto de 1770.




Texto: Guillermo Álvarez (julio de 2014)

Imagen 1: Foto del álbum familiar de Miguel Ángel Andés (1973)

Imagen 2: Cuadro "La muerte de Chatterton" por Henry Wallis (1856). Wikipedia.  


Contacto: amarneciendo@gmail.com

3 comentarios:

  1. Absolutamente genial, delicioso mil gracias Guillermo, mil gracias Luis, a Andes se le saltarían las lagrimas de emoción. Y a los demás también. La vida bohemia en todo su romanticismo..
    Merci a tout. Gros bisous. e+a=2.

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