MIKI: ESCENA PRIMERA
AÑOS SETENTA DEL SIGLO PASADO
Una delgadez romántica se encuadraba dentro de un cuerpo longilíneo propio
de un personaje civil de El Greco. Su
rostro se componía de los elementos propios de un místico urbano. La cara, enmarcada por una melena fina y lacia que él
se recogía detrás de las orejas cada vez que dilataba una respuesta a un
interlocutor incómodo, se precipitaba en unos ojos de fuego cuando la vida se
le encaraba con su vaivén de realidad.
Con el paso del tiempo había permitido que, desde el mentón, le surcaran unos hilos pilosos
que nunca tuvieron la acepción de barba y que
sombreaban su piel un tanto cetrina.
Todos sus miembros afirmaban la voluntad de longitud y finura propia de
su altura, coagulándose en unas manos
maravillosas por su expresiva gestualidad que le dotaban de una puesta en
escena subyugante.
La instantánea que mejor le podría representar en esos años, estaría
condensada en una mesa de mármol con un café con leche prácticamente consumido
y con restos derramados cuidadosamente sobre una servilleta con el logotipo del
local, que bien podría ser el Buffet Italiano.
Estas manchas facilitarían a sus bolígrafos el esbozo inicial de una nueva cara de
muchacha en flor. Quizás, algo apartado,
descansaría un cuaderno de espiral, fechado en su portada, que contendría el
dibujeo de las últimas semanas y
descubriría por debajo una edición fatigada del Zibaldone de Leopardi.
Las miradas fugaces de los gotosos camareros hacia ese habitual del
local, que a duras penas encargaría dos
tazas de café a lo largo de la mañana, desprenderían el encono que ese ocio
desafiante del personaje les producía. Consumida la mañana, también a él, le
llegaba la hora en que tendría que saldar sus cuentas con la realidad exterior y dar por concluido su trabajo en esa
oficina tan particular.
Lentamente enfilaría la calle de El Príncipe para dejarse caer hacia el
barrio de la manolería donde un plato de cuchara le estaría esperando en un
quinto sin ascensor, permitiéndole encarar la atardecida con todos los deberes
sociales hechos.
Con la solana estival todavía recalentando el techo de su habitación, se dejaría caer por Caravaca hasta apurar Ave María con Santa Isabel, echándose al coleto el primer café de la noche en el tabuco medianero con el Cine Doré. Miraría con curiosidad el cartelón anunciando el programa doble de la semana con el que a veces se permitía detener el tiempo, valorando si el papel estelar de Sarita Montiel en Yuma le proporcionaría ese remanso de paz en que lamerse las heridas de algún rifirrafe familiar. Una vez descartada la promesa de las carnes turgentes de la diva, decidiría el programa nocturno haciendo el flanêur por su zona habitual.
Con la solana estival todavía recalentando el techo de su habitación, se dejaría caer por Caravaca hasta apurar Ave María con Santa Isabel, echándose al coleto el primer café de la noche en el tabuco medianero con el Cine Doré. Miraría con curiosidad el cartelón anunciando el programa doble de la semana con el que a veces se permitía detener el tiempo, valorando si el papel estelar de Sarita Montiel en Yuma le proporcionaría ese remanso de paz en que lamerse las heridas de algún rifirrafe familiar. Una vez descartada la promesa de las carnes turgentes de la diva, decidiría el programa nocturno haciendo el flanêur por su zona habitual.
Acaso alguien le reconocería en la puerta de El Ateneo y lo seduciría para unos vinos que empezarían en
Santa Ana y acabarían en unos churros con chocolate en La India de Montera, ya
madrugada la noche. En esa última parada y rodeado de
habituales, acallaría la
cháchara del local con el
recitado de algunos versos de su querido César Vallejo, produciendo el silencio inmediato en las mesas circundantes para, ya sin pausa, enlazar con los poemas que durante la siesta de esa tarde se le
habían revelado.
Pasadas las tres de la madrugada el
sereno venido de los prados asturianos haría sonar su chuzo en el umbral del café, propiciando la
salida de todos esos parroquianos
renuentes a concluir la velada.
Alguna sombra, que en el mejor de los casos viviría por el Portillo de
Embajadores, se le colgaría del brazo y le encaminaría hacia los barrios bajos, caminando sobre el adoquinado, aún mojado, y la mirada de los barrenderos
soñolentos que despachaban su penúltimo pito.
No sin dificultad alcanzaría la oscuridad de su cuarto con el plato de tortilla con pimientos que
siempre le esperaba en la cocina,
produciéndole una reconciliación instantánea con su entorno familiar. Todo ello haría posible dedicarle unas horas a ese óleo que se le resistía
desde hacía varias semanas.
Ya amarneciendo, las primeras luces iluminarían la figura del poeta pintor, reclinado en su cama en la
misma posición en que se encontró a Thomas Chatterton un día del mes de agosto
de 1770.
Texto: Guillermo Álvarez (julio de 2014)
Imagen 1: Foto del álbum familiar de Miguel Ángel Andés (1973)
Imagen 2: Cuadro "La muerte de Chatterton" por Henry Wallis (1856). Wikipedia.
Absolutamente genial, delicioso mil gracias Guillermo, mil gracias Luis, a Andes se le saltarían las lagrimas de emoción. Y a los demás también. La vida bohemia en todo su romanticismo..
ResponderEliminarMerci a tout. Gros bisous. e+a=2.
Vida y arte unidos
ResponderEliminarSiempre unidos....
EliminarBesos Yolanda.